—¿Qué se te antoja?—preguntó Edgardo. Virginia sabía que no debía aceptar, seguirle el juego sólo le traería problemas. Desterrar su recuerdo y superar el dolor por su abandono le costó tiempo y lágrimas. ¿Con qué derecho volvía a aparecer en su vida después de tres años, así como si nada? —No soy la misma Edgardo, ya no caeré tan fácil. Estabas acostumbrado al amor que sentía por ti, hoy es diferente. He cambiado mucho desde que te fuiste, he crecido —guardó silencio por unos instantes tras el auricular— no lo entenderías. —Vicky, sólo quiero ser tu amigo. —¿Para qué? —Porque personas como tú no se encuentran tan fácil, discúlpame, de verdad fui un tonto. ¿Me odias? Algo en el interior de Virginia pugnaba por romper todo contacto, su lado congruente tiraba hacia el alejamiento; el lado del sensible por el recuerdo. —Sé que estoy loca por permitirte siquiera que nos veamos después de cómo te portaste conmigo, pero de verdad, en este cambio también está el perdón, no te guardo rencor y te aclaro que no conozco el odio. —Pareciera que me odiaras. —Yo no te odio, ya te dije que no odio a nadie, nunca he odiado ni cuando me dejaste. —Dame la oportunidad de demostrarte que yo también he cambiado. Virginia contuvo la respiración. —Está bien —respondió decidida, cediendo como muchas otras veces— se me antoja ver el mar. —Te digo más tarde dónde nos vemos —le aseguró. Las horas, provocaron estragos en su estómago y comieron sus ansias. Revisaba el teléfono cada cinco minutos. Al fin, cerca de las siete de la tarde apareció en la pantalla el nombre del hotel y el número de cuarto. “Son las casitas que están hasta el fondo, dejaré la puerta sin llave, te amo” Ese “te amo” fue una sacudida. ¿Cómo se atrevía después de todo lo que había ocurrido entre ellos escribirle te amo? La edad, el tiempo, las circunstancias, todo había estado en su contra, pero sobre todo, su decisión, la decisión clara y llana de enamorarse de quien no debía sin importarle las consecuencias. O, ¿acaso se puede decidir de quién, cómo y cuándo enamorarse? Las casas frente al mar eran de dos plantas, pintadas de beige y techos de teja, eran pequeñas viviendas veraniegas con todos los servicios. Estaban separadas unas de otras por hermosos jardines, daban la impresión de estar en una zona residencial en lugar de una zona hotelera. El olor a mar invadió los pulmones de Virginia al momento de bajarse del auto, inhaló su aroma recordando otros tiempos y quiso exorcizar sus recuerdos al exhalar, sintió una punzada en el corazón, un dolor profundo. ¿Sería que la llaga no había sanado aún? Tuvo la sensación de antaño, cuando no habían ocurrido tantas cosas entre ellos y aún creía en que podía manipular su destino. Sintió como si el tiempo se hubiera detenido, pero vio su anillo de compromiso al girar la manivela y supo que la realidad era otra, el pasado no cabía más en su vida. Edgardo no cabría más en su vida. Entró. Traspasó el umbral sintiendo inseguros sus pasos, tenía tres años sin verlo, sin tenerlo enfrente y no sabía cómo iba a reaccionar. Lo vio sentado en la sala, con los anteojos puestos y un libro en el regazo. —Hola. —Hola —respondió sereno, se quitó los lentes y dejó el libro a un lado como si hubiera ensayado sus movimientos— estás linda. Sigues igualita. —Gracias —respondió Virginia sonriendo. Se acercó hasta el sillón indecisa. Él se puso de pie y la saludó con un beso en la mejilla. Percibiendo el olor de sus perfumes. Al estar cerca la química los envolvía en una burbuja de tonos pasteles, no importaba nada más que ellos dos, todo era ajeno a su mundo, ese mundo que tuvieron alguna vez y que al parecer seguía estando invisible, flotando en el aire: en su piel los olores del deseo, entre los labios un te quiero y en los dedos los vestigios de la pasión que no podían desterrar. Virginia se hizo a un lado y tomó asiento quedando enfrente de Edgardo. Ambos se sostuvieron la mirada sin evitar sonreír. —Te han sentado bien los años —dijo Virginia. —Tú sigues igual de bella. Supe que vas a casaste. —Así es. No podría esperarte toda la vida, dejaste muy en claro que la familia era lo más importante. —Hay lazos que no se pueden disolver tan fácil. Existen muchas otras cosas alrededor que no lo permiten. —Querer es poder y si hubieras querido quedarte conmigo no habrías puesto pretextos. Es simplemente que ahora entiendo que lo nuestro fue algo que tenía que vivir para crecer y aprender. —No lo entiendes. —¡Claro que lo entiendo! Tanto lo entiendo que no te guardo rencor y estoy aquí para demostrarte que podemos ser amigos. Aunque no te lo merezcas. Edgardo se levantó de su asiento para acercarse a Virginia, se hincó frete a ella y la tomó de las manos. —No quiero hacerte daño nunca más. —No lo harás, no lo voy a permitir. Ya no, ya no soy la tonta de antes. —Nunca has sido tonta. —El amor te hace hacer cosas sin sentido. Él intentó romper la barrera de sus labios con un beso. —¡No! No te atrevas. No tienes derecho. Edgardo se puso de pie y se dirigió al fondo del salón, presionó el botón del aparato para iniciar la música. —¿Te gusta el jazz? —No sé mucho de jazz, pero me agrada su ritmo. La música de fondo sonaba relajante, el sax dejó escapar un sonido dulce y amargo, casi lastimero. El piano conjugaba el ritmo, la batería estallaba, invitando a mover el pie de Virginia muy despacio. Ella sintió que flaqueaba. —Ven —Edgardo regresó por ella y la condujo al comedor—, compré sushis para cenar y vino blanco. La mesa estaba puesta. Tomaron asiento. —Quiero brindar —dijo él levantando la copa— por esta nueva oportunidad que me brindas. —Por una amistad, solamente una amistad —aclaró ella timbrando un pacto consigo misma y con la fortaleza que había desarrollado luego de su abandono. —Te debo una explicación. —Creo que ya es demasiado tarde para eso —dejó la copa y tomó los palillos— acepto mi parte de la culpa —dio el bocado y aguardó un poco en lo que acomodaba sus palabras—. Fui tu amante por casi dos años, tengo bien merecida tu reacción, soy yo la que debió poner un límite. No justifico mi proceder Edgardo, pero ahora la vida me da la oportunidad de empezar de nuevo, con un amor nuevo, un hombre bueno que me ama. —Pero que tú no amas. —¿Cómo te atreves a decir eso? —preguntó con rabia— ¿Cómo te atreves a insinuar siquiera que no lo amo? ¿Tú que sabes de mí? —Discúlpame. —¡Discúlpame, discúlpame! ¿Es lo único que sabes decir? ¿No hay otra palabra para aceptar que me lastimaste? ¿Que me heriste? —Pe.. —Cállate —ordenó Virginia y dio un trago a su copa— cállate y déjame hablar. Eres muy injusto, ¿crees que puedes irte y regresar, aparecer y desaparecer de mi vida cuando te de la gana? ¿Que por el hecho de haberte amado puedes hacer como si nada, como si siguiéramos viviendo esta farsa? No has sido capaz de pedirme perdón, un perdón sincero. —Estoy aquí, de nuevo, ¿qué mejor prueba para que sepas que no pude estar sin ti? Que estos tres años siempre he pensado en ti, no he podido olvidarte. —Mentiras. Mentiras. No voy a caer, no caeré Edgardo. Te conozco mejor que tu esposa, sé que eres egoísta, te falta humildad y ahora que ha pasado el tiempo y que tu empresa no resultó como querías, que caíste de la cima en la que andabas te sientes derrotado y me buscas para satisfacer tu ego. Por eso haz regresado, pero ya no, ya no Edgardo. Perdiste tu oportunidad, al menos conmigo. Virginia dejó la servilleta sobre la mesa y se levantó decidida a irse. Edgardo al ver sus intenciones se apresuró a detenerla. —Espera, no te vayas —suplicó tomándola del brazo. —Suéltame, me lastimas —dijo ella atragantándose el llanto y sintiendo que el vino causaba estragos en su conducta. Edgardo la abrazó. Ella no pudo resistirse y se quebró. —Me has lastimado mucho Edgardo, mucho. Llegué a pensar que eras el amor de mi vida, estuve a punto de dejar todo por ti. Cuando te vi por primera vez sentí que el mundo se detuvo, me enamoré si pensar y lo único que quería era ser feliz a tu lado, sin importarme nada más. —Ella se separó de sus brazos y se encaminó hacia la puerta corrediza para abrirla, necesitaba aire fresco y desahogar todo lo que tenía dentro. El sol se había ocultado— Lo tengo merecido, lo sé, por fijarme en alguien que no se merece mi amor y sobre todo que ya es de alguien más. No debí venir. —Tu sabes que… —No me vengas con el mismo cuento de que tu esposa, tus hijos y lo que ya me sé, no te estoy pidiendo nada, jamás te he pedido nada, y la prueba es que estoy aquí. Sólo quiero aclararte que me ha costado mucho sacarte de mi mente y mi corazón, que te guardo en un espacio muy especial porque lo que se ha amado no se puede botar así, has sido y serás parte importante de mi vida, no quiero cambiar nada de lo que viví contigo, cada lágrima me ha hecho crecer y aunque no lo creas te lo agradezco. —Mi amor, perdóname, no sé cómo remediarlo, déjame demostrarte que esta vez será diferente. —¡Claro que será diferente! Porque no soy la misma. Pronunciaba aquellas frases con contundencia, con estoicismo y se sintió liberada al hacerlo frente al hombre que le había roto el corazón. No supo en qué momento los labios de Edgardo franquearon el brote de aquellas palabras dichas con tanta seguridad, derretidas por esos labios carnosos; disueltas y evaporadas al aire. El llanto le corría por las mejillas al tiempo que se dejaba besar y besar y besar, cayendo en un remolino sin fondo y sin prisa, sin resistencia ni objeción. ¿Dónde estaba su valía? ¿Qué pasaba con sus fuerzas? ¿Con los recuerdos dolorosos? ¿Con su prometido? ¿Con la rabia y el autoestima? Edgardo la tomó entre sus brazos y la cargó para llevarla al segundo piso. —Suéltame —pidió con debilidad— suéltame. Él no se rindió ante el endeble pedido, en el fondo sabía que ella deseaba tanto estar entre sus brazos como él. Era cierto, la había dejado, pero también era cierto que la quería a su manera y deseaba volver. La acomodó sobre la cama y con besos suaves fue deslizando su boca y sus manos para desvestirla, con mimos la despojó de cualquier negativa. Manos, piel, alientos, susurros, evocaciones entre pasado y presente; un lenguaje universal de deseo apasionado, de vibración absoluta trenzada entre ambos para lograr el éxtasis. Edgardo dibujó sobre la piel de su amante lontananzas perdidas para retomar el lazo intrínseco e indisoluble que los unía, ese que formaba la conexión y el ritmo cóncavo, convexo, perfecto, sideral. Virginia cerró lo ojos, suspiró, no quiso pensar, tan sólo sentir y por incongruente que pareciera, quería demostrarse si en verdad lo había olvidado, quería saber qué sentía, averiguar jugando con fuego. Hay muchas maneras de engañar, pensó, tengo que dejarme claro, tengo que tocar fondo para saber si empiezo a emerger o todo ha sido un engaño. Con esa danza de juegos entre dimes y diretes, caricias y besos, Virginia supo que se arriesgaba demasiado, que esa flaqueza la deslizaba sin pretexto hacia el abismo de una relación dañina y podía quedar atrapada en una red sin salida. El alcance del placer los hizo estremecer y ambos cayeron rendidos un sobre el otro, escuchando el compás de sus corazones y respiración agitada. —Te amo Virginia. —No digas tonterías —ella se puso de pie. La recámara al igual que la planta baja tenía un balcón y una puerta corrediza. Ella se acercó desnuda, en silencio; sabiéndose observada por los ojos de Edgardo, sin pudor alguno abrió el cristal y salió confiada en que nadie más que el hombre que yacía sobre la cama la veía. El viento refrescó su piel. Virginia trató de sopesar su comportamiento, de analizar con imparcialidad lo que acababa de ocurrir. ¿Cómo era posible? Por un lado, estaba contenta, pues había comprobado que los vestigios de aquella relación al fin estaban extintos. Fijó la vista en el reflejo de la luna descansada sobre el agua, su brillo, su blancura, su esplendor. —¿No has pensado que puedes estar enamorado de la idea de este amor?—preguntó Virginia rompiendo el silencio— De lo que representó en su momento, esa pasión oculta, la adrenalina que vivimos— dijo para sí como una confirmación. —No. Tu y yo sabemos que es amor lo que hay entre nosotros, no lo niegues. —No niego que lo hubo. El sentimiento de cariño está, te lo he dicho, siempre te voy a querer, pero creo que puede haber una especie de enamoramiento sobre el tema de lo que hubo entre los dos, nuestra historia, prohibida y excitante, peligrosa, más que el hecho amoroso. Esperó unos segundo y luego afirmó —Ya no te amo igual que antes. Ahora amo a Sebastián, el amor que la vida me ha puesto en mi camino. —Sí me amas —dijo molesto y se acercó hasta el balcón— me amas a mí. Me lo acabas de demostrar. Virginia rio a carcajadas. —Eres un niño Edgardo. No parece que tengas la edad que tienes. No me digas que no amas a tu esposa, que este acostón te excitó más por el hecho de que represaba un reto para ti —buscó su mirada— el hecho de haber sido tu amante no te da derechos sobre mí, sabes perfectamente que quitando lo que vivimos, soy y he sido honesta, y ahorita mismo estoy siendo honesta, ya no te amo. —Estás equivocada. —¡Por favor! Entiende, acepta que quisimos vivir de nuevo la emoción que nos generó en algún momento. Fue sólo eso. Virginia entró a la recámara y empezó a vestirse. —Espera, no te vayas todavía. Quédate. Ella ignoró su súplica. —Debo irme, ya es tarde. —Por favor, no te vayas. —No pierdas el tiempo conmigo Edgardo, no encontrarás nada más que amistad. Búscate a otra para joderle la vida. Yo ya aprendí. —No te creo. Ella dejó ver una sonrisa. —He tenido un buen maestro. Bajó las escaleras de prisa, sonriendo al tiempo que se le escapaban las lágrimas. Eran lágrimas de orgullo, de saber que había ganado la batalla. Una batalla contra ese amor tóxico. Ahora salía triunfante y recuperaba su amor propio, cerraba al fin un ciclo en su vida.

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